lunes, 4 de marzo de 2013

El asunto de la maleta rosa Hace mucho frío en Nueva York. Es una de esas tardes de enero, gélida y brillante donde barrunta desde el mar de Boston y el aire golpea con un frío espeluznante. En el gran salón de una casa particular, un tal señor Clochard prepara una muda y un neceser de mano que después coloca, meticulosamente, en una maleta de color rosa. (Debe estar en París en día y medio: Asuntos de Estado). Tras haber colocado la muda y el neceser, dobla unos documentos que introduce, cuidadosamente, en el doble fondo que tiene dicha maleta. La deposita luego sobre un rincón del salón, al lado de un piano, y se va a dormir. Puede parecer extraño una maleta de color rosa. Más que extraño, insólito. Sobre todo para viajar por ahí, donde todo el mundo mira y compara. (Estos americanos de origen irlandés son algo estrafalarios… Lo ha decidido así porque piensa que cuanto más llamativa es una cosa, más pasa desapercibida). (Quiero decir también que el señor Clochard trabaja para el servicio de espionaje canadiense -no americano-, aunque viva y sea neoyorkino). Al día siguiente y para no levantar sospechas de última hora, el señor Clochard coge un avión Nueva York / Washington D.F -que llega a su hora- y que enlaza con otro avión que vuela hacia París. (Hasta aquí, todo bien). Clochard llega sobre las seis de la mañana, hora europea, al aeropuerto Charles de Gaulle. Coge una naveta que le lleva directo al satélite principal y desde allí un tren de cercanías (RER), destino París. Desciende, a la media hora, en metro Chatelet, justo debajo de Notre Dame. (Son las ocho de la mañana). Ya en el exterior y en pleno centro parisino, siempre empuñando la maleta rosa, entra en una panadería para comprar un pain au chocolat reciente o mañanero que se va comiendo calle arriba, hacia el meeting point (punto de encuentro), en el Bd. Saint Michel. Deambula ahora por ese bulevar, varios cientos de metros más abajo del punto de reunión. Avanza despacio, poquito a poco; haciendo pausas o poniéndose en marcha de nuevo, para pararse otra vez, como si tuviera que sopesar y medir la acera antes de ocupar otro lugar de la misma. No tiene ninguna prisa. Llega por fin al café o bistrot donde tiene esa cita con una tal Madame H y que aparece diez minutos más tarde con otra maleta en la mano. No se dirigen la palabra -tal como está pactado- pero se sientan relativamente juntos y se intercambian sus respectivas maletas: Idénticas por cierto. Nadie de alrededor se percata del chance, además el bistrot se encuentra casi vacío a esa hora de la mañana… (La primera parte del plan ha concluido). * Camina ahora algo más presto el señor Clochard por la orilla del Sena. Tiene al mediodía otra cita, esta vez con Pierre, un quiosquero del arrondissement. 7, al lado de la Torre Eiffel. (No he dicho que es ahora, en esa maleta rosa entregada por la señora H, donde van los documentos para la gran trama). La señora H se ha quedado a su vez con otros documentos: Directrices del gobierno canadiense. Una especie de autorización para llevar a cabo el siguiente plan: El tal Pierre debe entrar en uno de los despachos del instituto Pasteur de París y coincidiendo con el reparto de periódicos que hace allí todas las semanas, colocar un artefacto en el despacho del físico y matemático Monsieur Pascal, que debe ser fulminado en el plazo de tres días. (Este señor Pascal sabe demasiado sobre los proyectos nucleares de la India: Ha sido profesor en Calcuta y está a punto de partir hacia allí). La maleta rosa que ahora tiene en su poder el señor Clochard, además de una buena cantidad de dinero, contiene el artefacto, el manual de ese artefacto y el sitio exacto de su colocación. (La bomba ha sido fabricada en Francia, pero pertenece al departamento de defensa canadiense). Y este tal señor Pierre conoce el plan pero no su ejecución ni el sitio exacto. Clochard llega al quiosco, compra un periódico y disimuladamente entrega la maleta al señor Pierre que lleva una gorrita puesta. Así se hacen las cosas según lo previsto, al día siguiente: Pierre llega de mañana al instituto Pasteur y coloca la bomba en el despacho, aprovechando el reparto de periódicos. Pero la bomba no estalla, falla su mecanismo de activación y el plan fracasa. Pierre es detenido en su quiosco esa misma tarde, mientras el señor Clochard se entera, por una radio, del intento de asesinato del profesor Pascal, horas antes de volar hacia Toronto. (El fallido plan hace cambiar el desplazamiento de varias personas). * Terminus: Llega Clochard a la Gare du Nord, se come un par de empanadillas y espera el tren que le conduce, esta vez, al aeropuerto de Orly. Ya en el avión, recostado en el asiento, piensa en su viaje relámpago. Una vez más, en plena Gare du Nord, ha mirado aquellas buhardillas pequeñas y eróticas de París. (Ese idilio contado que observa por los ojos, a la altura de la frente, vestido con una gabardina color cobre que luce cada vez que visita esta ciudad). Esta vez no ha tenido tiempo real para una cosa que le encanta: Tocar el acordeón.

viernes, 1 de febrero de 2013

Mis normas estéticas


La lámpara milagrosa 1. En el amanecer de mi vocación poética la gloria en calderilla mezclado con un vago deseo de aventura y viaje me tienta por igual. Momento de rapto casi místico, ideal o inocente por querer ser o destacar, fervientemente, con la aún tambaleante creación. Pero esos ecos matizados por la poderosa atracción y circunstancia que me ceñía a la tierra cesaron poco a poco y quedó sólo, de ellos, el flujo de alguna noche sin dormir por el rapto de la luna o la contemplación de alguna tarde de primavera con olor a pinos piñoneros. Me asistió y me entretuvo, sin saberlo, el perfume de las musas y el latido de mi corazón humilde (porque el corazón es humilde), y que fue, paulatinamente, asentándose: Así creé mi estética. Pudo más, a la precipitada partida realista, el estado silencioso y esencial de un jardín o un ocaso. Nada intuía tanto como el temple y profundidad del alma y de ahí, de esa intuición védica, se fue puliendo mi disciplina estética. Salí a flote de ese antro de víboras y leones que rodean el mundo de la cultura y del antiguo dolor de no ser entre nadie, nació mi gloria: Como un pájaro en su rama, verde y cantor… Supe que estando solo mi palabra y mi voz resultarían más puros. -Y si alguien me escuchaba yo no lo sabía-. (Así se hizo la primera de mis normas). II. Un día me miré en el espejo arcano del tiempo y no encontré imagen alguna que se pareciera a un pastor, o a un Dionisio fuerte y bueno, ceñido a su riñonera un cuerno. No encontré siquiera en ese espejo la imagen de un pintor soñador… Y tuve miedo. Entonces, para aprehender, volví a mi infancia y recordé la Gracia, esa Gracia que va de la mano del niño, que es su carne, su libertad y su juego. Absorbí la luz de la lámpara milagrosa de la vida con el arte y entonces tracé el arco que va del pasado al porvenir, adelantándome así a la Muerte y al Tiempo. Vi que había un dios, lejos de nuestro aprendizaje y nuestra moral, en el instante presente que viene de atrás y va hacia otro presente solo y único: Éxtasis de despojar a la vida de su fugacidad gracias a la eterna quietud y suprema piedad para los seres y las cosas. (Y alcancé mi segunda norma estética: Hacer con humildad, desde el instante, un canto nuevo.) III. Aprendí que las palabras moldean un Pueblo, lo liberan, lo ciñen o lo someten a su eterna Luz de pensamiento y símbolo. El Verbo se hace carne y, o asesina o da la vida. El principio fue el verbo: Kotodama: La energía de la palabra que en los primeros hombres fue pensamiento de Dios. En el albor del mundo estaba el pastor. Desde los surcos de su arado voló la palabra igual que nacen patatas desde la piel de la tierra. Y surge el mito y el logos; nacen los dioses y los monstruos… Las palabras moldean al hombre, no el hombre a las palabras. Porque “los idiomas nos hacen y nosotros los deshacemos” –dijo alguno. Entonces quise, con eso, con las palabras, hacer un canto parecido a la realidad y parecido al arte, mezcla de Dios y de tierra: Desde el albor hasta el anochecer exacto. (Así nació mi canción). IV. Deduje un día de esencial luz otoñal que la literatura es falsa o es falsamente realista. Que los literatos o escritores de literatura miran las palabras como relicarios y no como pulsos de vida. Las palabras son perennes, estáticas e intentamos hacer con ellas, como un tesoro, la clave de nuestra estética, manejándolas y reconvirtiéndolas en falsos testimonios o guardándolas en el sarcófago de la tradición. (Se ama la tradición en esencia, pero descifrándolo como una llave del Porvenir): “Ser profético es admirar la tradición del Arte griego en la flauta del pastor arcano”. Cavé entonces la cueva de piedra roja buscando lenguaje. Leí la forma en los ojos del pensamiento de los mejores escritores de nuestra lengua, desde el Romancero, y así moldeé, con paciencia, la forma de mi Estética. La fuerza de un dialecto sincero, popular y creador: Aprendamos a conservar, desde el porvenir, la fuerza de un lenguaje universal. (Esa fue la cuarta norma). V. Intelectualicé el arte: Di forma a la realidad: Moldeé el pensamiento. Critiqué el momento y deduje la falsedad. Reivindiqué la esencia y robé el oro creador de perfumes mágicos en el enigma de los versos donde se destila el ritmo y se forja la armadura. Así salió algo humano y algo puro. Sin necesidad de eventos, con paciencia y espera. Limando, día a día, la aspereza de la forma. VI. El arte cumple función de fotografía estampada: lucha suya por hacerse tiempo y contra el: Contra el enigma ternario del tiempo: Pasado, presente y futuro. Las grandes y mejores imágenes artísticas moldean o se nos presentan fuera del tiempo, en su misión inmutable: Como han podido ser o perdurar siempre en nuestro recuerdo, en el recuerdo de todas las miradas. Primero se comienza amando el fabuloso cristal del mundo: Se goza, se idolatra, se desgranan sus horas y su matiz, el tenue color del sol en cada cosa. Las horas, los meses, lo años se hacen por esto obsesivos en su devenir y a causa de su ferviente abrazo... Hay que buscar entonces la identidad, la razón, el trono del tiempo, divino triangulo y amar así más: A todas las razas y a todas las vidas, a toda la historia desde su tiempo más remoto. ¡Encontrar la norma estética en el sendero de la vida! ¡Conocer por fin la quietud! Purificar las intuiciones de lo efímero y gozar del mundo con los ojos: La flecha pasa de largo, pero no el ojo del arquero... Limé las intuiciones con la necesidad de descubrir, en las formas, su razón de ser eterna y en las vidas su enigma de conciencia: Como en el bosque parado de invierno. Visión interior de mi alma, porque todo saber es un recuerdo, un abrazo del pasado que enlaza, en el arte presente, el porvenir: ¡Fondo de estrellas de un mes de enero!, te busqué la quietud de tu carne de cielo... Mientras cantaba en romance la vieja sus cuentos, en la cocina alumbrada por un fuego, igual que Homero sus hexámetros junto al busto de una estatua de mármol de un dios que con ojos de piedra cincelada divisa el rumbo de las naciones que sucumben todas. Juan Hedo, noviembre de 2009

miércoles, 30 de enero de 2013

Costumbres de Asia

Loa a los cabreros

Los cabreros de la zona se reúnen en asamblea los miércoles. Unos llegan en furgoneta, otros en bicicleta y otros a pie. Deben subir una empinadísima cuesta embarrada casi siempre -todo hay que decirlo- hasta el lugar de encuentro: Un lugar apartado donde el agua de los arroyos de las lomas de dos montañas paralelas -llenas de sabina, jara y retama- vierten su agua clara sobre todo el paraje. Van vestidos con pantalones vaqueros o de pana, y calzado de botas altas salpicadas del barro de aquel camino en cuesta (siempre embarrado hasta bien entrado el mes de mayo).
Pertenece aquel recinto al cabrero Visnu. Cubierto todo con techumbre de uralita y paredes de ladrillo sin revocar, aquel sitio huele mayoritariamente a cabra, porque Visnu las recoge allí todas las noches. Pero los miércoles es un día excepcional, las deja afuera mientras celebraban la reunión.
El pueblo donde se reúnen se llamaba Sagar, y es famoso por sus rebaños de cabras, sus pieles y su cooperativa lechera. Se juntan más de treinta llegados de los pueblos de alrededor de esa parte de la meseta. Sentados sobre taburetes o piedras altas, parlotean en voz alta y a la vez, de los acontecimientos. Después de parlamentar así, sacan un buen aperitivo: Vino de cosecha. Algunas veces vino dulce o moscatel con pastitas.
Mientras, perros guardianes, mastines casi todos, aguardan fuera el toque de queda: El final de la asamblea que sobre las diez de la noche llega a su fin. Vuelven a casa entonces, unos a pie, otros en furgoneta y otros -si no llueve aquel día- en bicicleta. Cuando Visnu se queda solo, conduce adentro las cabras y las encierra en aquel chamizo hecho de tejado de uralita y ladrillo sin revocar, hasta la mañana siguiente en que las vuelve a sacar temprano. Al siguiente miércoles las vuelve a dejar afuera: (Así cuatro veces por mes, cuarenta y pico veces al año, más o menos, celebran una asamblea los cabreros de aquella parte de la meseta hindú.)

jueves, 22 de noviembre de 2012

La ley del Mundo (Capítulo VI)


Capítulo VI Llega el norte para Marco. Mes de diciembre. Una ciudad no muy lejos de Benarés o Calcuta. Se llama Patna. Una niebla casi invisible se adivina desde el avión y luego, en tierra, se extiende por el campo oscuro y a un tiempo resplandeciente, por una gran luna llena de diciembre. Un campo silencioso y circunspecto en donde se adivinan parcelas y sembrados, solitarios árboles en medio de un llano o en la ladera de un camino; algunas palmeras retoman ese paisaje norteño. Sombras solitarias de habitantes pasan por caminos descubiertos, recogidos en sus mantas que abrigan de ese frío que se adentra en los huesos, cuando cae el sol. Arroyuelos discurren entre lodazales y vereditas, parecidos paisajes a la tierra Lombarda. Se abre el frío en el fondo de unos cuerpos que caminan silenciosos a alguna parte, tal vez a sus casas. Bicicletas ruedan también sobre unas piernas que se mueven con pereza. Marco está en la tierra sagrada de Bodhicaya donde los pobres de mayor solemnidad acarician el suelo sucio, con sus deformados y embadurnados miembros; en singular desfile, acurrucado, un cuerpo viejo de mendiga descose, de su tergal mohíno, cualquier descosido o incompostura que a ella le parece. Mientras manadas de peregrinos de rasgos orientales deshojan su mala, desoyendo o tapando sus quejidos: Van hacia la estupa (centro de energía), importante en el mundo. Dragones y templos, barcos y templos, colas y templos, rostros de orejas grandes y templos, iconos y templos, pan de oro y templos, pinturas y templos… Bodhicaya era el punto de encuentro de humildes peregrinos tibetanos y de Asia mayor. Un vasto piccolo mundo poblado de templos pintorescos, todos dedicados a Lord Buda, maestro compasivo de todos los seres. En los tejados, adornados con figuras retorcidas, como cola de peces o dragones en sus puntas se posaban las palomas… A ras de suelo, “mendigos de solemnidad”, ciegos o cojos. Entumecidos miembros sucios, túnicas de Cristo pobre, manos aturdidas y cobrizas que extienden su plato de cobre hacia el paso de los peregrinos. Varias excursiones de niños, ataviados con trajes de escuela. Estupas que redondean y lindan con un cielo que pernocta, petrificado en gris. Tibetanos vestidos con trajes de montaña, cabello pastoril y piel curtida. Coletas negras o trenzas recogidas, malas sobre sus cuellos. Sonrisas y rostros humildes, de montaña tibetana, piel curtida de aire fresco. Mahakala, danzas protectoras: Dios protector del Dharma, todo recubierto de forma curvada, sonido de platillo y tambor; voz grave, honda, honda como una cueva para espantar a los espíritus malignos. Danza al son de un tambor, pero ningún quejido externo; ritual antiguo, muy puro. Marco apunta estas frases en un cuaderno bordado de color arcilla: Bajo un chopo casi centenario vislumbro cumbres rosas en tierra llana. Donde el trigo y el sarmiento se dividen en parcelas, en la época del año en que crece verde el trigo. Caminos agrios y polvorientos por donde camina un pueblo. De espaldas a Oriente pasan tranquilos niños de escuela, uniformados; la solemnidad adusta y triste de una perra solitaria descansa al sol, con sus mamas dispuestas y fértiles que fecundarán los perros de la próxima primavera… ¿Hacia donde van, pregunto, tantos seres? A repartir su silencio, su dilatada pobreza que al viento se esparce. Ah, sí, la tierra es así, enfundada va en su eterno devenir lento, pedregoso, ignoto, incógnito, seco y exuberante a un tiempo… Castigados los hombres a tragar el polvo de la tierra sagrada. La verdad, para ellos, se incrustaba en una rueda amarilla que daba vueltas, que giraba incesante, de izquierda a derecha, enseñanzas del Dharma, rotundas, profundas, majestuoso filosofar para reencarnar el cuerpo en un estado mas propicio, mas digno aún. Los dos Rimpoches, el mayor y el viejo, imponían las katas blancas o color vainilla, casi todas sobre el yugo que era un cuello humilde, ancestral y absorto. (Las bendiciones se hacían así). Eran sus leyes, el arco de cada día: ¿Ley antigua, espejo del dragón con máscara y cola que obstaculizaba el progreso espiritual del hombre? Tal vez, seria así, se dispondría así… Todo estaba bien. La ley del Mundo una vez más. Marco dormía. Descansaba su paz blanca en una cama dura, sobre colchones delgados y tabla firme. Abajo el plástico se repartía a montones, arriba, en su room cuadrada, los mosquitos. Ahora frente a la ventana abierta, la India desplegaba más que nunca su entero ser, su sequito de imágenes de atardecer convaleciente. Se extendían los campos de algodón y de trigo verdecido, bajo aún, mes de diciembre. Sonaban las esquilas de un grupo de vacas, cuatro o cinco, que pastaban a sus anchas en eras sin dueño; y sobre algún montículo las cabras dormitaban un improvisado descanso. Se oían por el camino los ejes chirriantes de las bicicletas, a la pedalada cansina de muchachos adolescentes. En cuclillas, bajo sus mantas, el murmullo de los viejos pastores conversaba plácidamente. Las solitarias y únicas palmeras dormitaban también y a lo lejos una capa de mancha disolvía todo el paisaje que era una estampa frondosa de árboles donde se adentraba una tibia niebla oriental. Siempre igual. Los días eran así: A su izquierda, en el lado de la cabecera de su cama la espalda de un Buda que miraba su faz a extremo oriente, y un poco mas a la izquierda de ese flanco, la estupa alta que forcejeaba, con el cielo, toda su energía consagrada. Una manada de cerdos se adentraba ahora en el bosque bajo de algodón para rebuscar entre su fango seco. Un grupo no muy numeroso de mujeres de vestidos rojos y azules marinos, con su balde posado sobre su cabeza, salía por otra vereda para topar de frente con los ancianos pastores, estampa fiel y diaria, a la hora de ese atardecer milagroso o difuminado en lontananza. Un poni, libre y feliz, correteaba de lejos, sobre un fondo verde de ese trigo novicio. Era difícil para Marco explicar o explicarse lo que vaticinaba su sentimiento e inteligenzia: La decadencia o desaparición del budismo en dos o tres generaciones; doscientos, tres cientos años... Lord Buda era solo una imagen, una enseñanza y un nombre: los hombres lo habían hecho así. ¿Era una luz que necesitase el mundo? Había sido desplazado o era ya, él mismo, un Dios de luz encarnado en otros cometidos. El río donde despertó Buda bajaba ahora seco y las heces de todas las personas que vivían a lo largo de esa ladera de río impregnaban la ribera seca de un olor a mierda, ejemplo de su final. Una luz macilenta cubría Bodhicaya. Era el 1 de enero de 2011, sábado, y miles de peregrinos del Tíbet, extranjeros de Europa o hindúes poblaban aquel recinto no muy grande, focalizado en la estupa. Allí, arrodillados o marchando de izquierda a derecha oraban por la felicidad del mundo: Por un mundo mejor. Pero era solo una suplica, un rezo. La atmósfera de Bodhicaya era un reflejo de lo desencaminado que andaba el espíritu de los seres humanos. Era gente, en el buen sentido de la palabra, buena, humilde y esteparia la mayoría; silenciosa y compasiva, como esas madres napolitanas o andaluzas; o de tribus mongolas y turcas. Gente que importaba muy poco al negocio de occidente y que, al fin y al cabo, se atragantaba en su resignación, en su rezo. Como en Roma el Vaticano o en Damasco La Meca, era aquello el centro neurálgico de peregrinación del budismo asiático. Todo alrededor impregnado de un ruido ensordecedor de bocinas de motos o rishas, plagado de los pobres corporalmente más sucios y que se situaban a la entrada del recinto de la Estupa, bajo el olor a plástico quemado... Aquello rozaba la idiotez o paradoja humana. Lo desencaminado que estaba el alma de su centro de apoyo sobre tantos y tantos seres; y Marco estaba allí, aprendiendo a ser menos orgulloso, a aprender de aquello que veía e incorporarlo a su mentalidad. Aquella multitud de seres que esperaba una mejor reencarnación, tal vez para un día alcanzar la iluminación que su Lord Buda ya logró, resignando toda su potencia supeditada al rezo, algunos a la meditación. Pero las ideas estaban claras, la tierra sagrada del Buda, la luz de allí, como en Jerusalén, había desaparecido. Quedaba en cambio una luz parecida a la de la luna, un vaho continuo, raro de explicar... (Y era así, por mucho que los fieles insistieran en volver allí.) 2 de enero 2011 Las cometas de papel sobrevuelan Benarés. Es espejo blanco la llanura del río con sus barquitos y barcazas yendo y viniendo, de una orilla a otra; a lo largo y a lo ancho. Al otro lado, la arena blanca y al fondo el bosque con altibajos de pradera verde adentrándose en esa siempre niebla, perla blanca. Benarés suponía el final del viaje, el punto y final a su odisea narrada: merecido paisaje último lleno de templos y equilibrio de ribera, reluciente espejo -como el mar gigante de Bombay-. El hotel donde se hospedó esas dos ultimas noches antes de coger el tren para Calcuta merecería la pena recordarlo por su romanticismo antiguo, su fachada ocre, su patio interior, su ventilador de madera ornamentada y su tirador de puerta de bronce antiguo, de color amarillo suave que daban a la habitación y entorno aire de estampa cinematográfica. Desde la terraza de ese hotel llamado “Ganpati” se alzaba a los ojos la vereda blanca del río que giraba en semicírculo y desaparecía. Dos puentes flanqueaban aquella entrada y salida de agua pura y sagrada a un tiempo. (El primer puente por el que se adentraba el río lo recordaba Marco porque había sido filmado por Satyajit Ray cuando Apu, el protagonista, llegaba con su familia a la ciudad de los músicos, de los rapsodas; de los recitadores y poetas de versos religiosos. Era domingo. Grupo de familias se extendían en la otra orilla, explanada de arena blanca parecida a la ribera de Bodhcaya donde se bañara Lord Buda. Levanta Benarés -es otro día-, como una cuenca antigua que se asoma a un agua blanca. Lleno de minaretes, cúpulas cilíndricas, fachadas inclinadas sobre un río donde desde temprano en una ribera aun cubierta por la niebla, los niños y hombres toman su baño. Ataviados con un bañador parecido a un taparrabos africano. La niebla aún permanece y olvida el paisaje largo, semicircular, de extremo a extremo, de esos dos puentes. Fachadas sucias, carcomidos ventanucos de madera con motivos que son decorados arabescos medievales. Cornisas, dinteles de palacio, mezquitas y minaretes sobre un punto de encuentro: Las GAT sobre la ribera macilenta del Ganges. Amontonados troncos de árboles en esas gats, dispuestos a arder en fuego infernal, mientras en el agua que recibe los huesos de los muertos chispean las candelas posadas por manos que ofrecen plegarias. Benarés, cinta de seda bajo el vaho del aliento del búfalo Nandín. “Si rezas, si te acuerdas de Dios Su: Mioya Moto Su Mahikari Hoho Mikamisama”, tendrás en un día de frío invierno una confortable litera de tren para un largo viaje hacia Calcuta, o hacia alguna región de Siberia… Una confortable litera alargada donde podrás apreciar el paisaje pobre, de niebla pura; en la explanada matorrales bajos y alrededor resto de basuras impuestas allí sin ningún orden, para su eterna decadencia de fotograma. Si te acuerdas de Dios Su, Él te dará un bolígrafo para ir reflejando las estampas ciertas que inundan el mundo del paisaje. ¡Una litera! Una litera cedida por el vespertino revisor, con barba poblada y sonrisa tierna que accede a su trabajo cotidiano y cede su mágico asiento, donde guarda una maleta en la que pone: “Aristocratat”. Lugar rectangular de dos metros de largo, ventanal desde donde se aprecia otra vez la ley del mundo. Después de haber esperado dos horas y media ese tren, entre el frío solemne de un día de invierno en Benarés… “Si te acuerdas de Dios Su” la vida es tierna en sus frentes mas infrahumanos, en lo más duro… -(Eso se dijo Marco mientras se recostaba en esa ya su litera camino de Calcuta.) Últimos paisajes de India… Últimos palmerales sueltos, parcelas con su verdor que despunta; últimos ríos extendidos sobre explanadas donde las mujeres lavan sabanas de colores, estampa de la huída a Egipto desde Jerusalén… Niños entre terraplenes, pelos gredosos y chamuscados; vacas rociándose al último sol de la tarde cuando todo parece más tranquilo, predestinando un mejor futuro. ¡Últimas estaciones de tren! Portamaletas con camisa roja, pañuelo anudado, policías y barrenderos mortecinos y aburridos de dientes blancos, sonrisa avispada con sombrero, casi bandoleros… Colores de los muros pobres, fachadas bajas… Pintura de pintor soviético estructuralista. Muchachos jugando al cricket, el deporte favorito de la India, camino de Calcuta… ¡Ya se adentra el tren por los raíles de Calcuta! Fábrica neorrealista, comunidad de hierro, pintura urbana. Conversación última de tren, entre cuatro indios de clase media que aceptan el destino de su país con resignación y hablan bajo sobre, tal vez, problemas generales y retrasos del tren… Sabiamente se escuchan, se dejan hablar en un hindi bajo, saludable; sollozo de un destino. Calcuta aparece: Majestuoso caos de viejo orden. Taxis dieciochescos, barnizados de amarillo que abultan como esculturas atascadas en la hecatombe aquella, junto al río de hierro que baña un Ganges misterioso; entre callejas que Marco -si tuviera tiempo- quisiera recorrer y que ella, Teresa de Calcuta, recorrió cientos de veces recogiendo a los miserables: Calcuta la Mayor, revestida de misterio donde camina alguna fábrica, algún resto occidental y los nazarenos descansan. Noviembre 2012