La lámpara milagrosa
1.
En el amanecer de mi vocación poética la gloria en calderilla mezclado con un vago deseo de aventura y viaje me tienta por igual. Momento de rapto casi místico, ideal o inocente por querer ser o destacar, fervientemente, con la aún tambaleante creación. Pero esos ecos matizados por la poderosa atracción y circunstancia que me ceñía a la tierra cesaron poco a poco y quedó sólo, de ellos, el flujo de alguna noche sin dormir por el rapto de la luna o la contemplación de alguna tarde de primavera con olor a pinos piñoneros. Me asistió y me entretuvo, sin saberlo, el perfume de las musas y el latido de mi corazón humilde (porque el corazón es humilde), y que fue, paulatinamente, asentándose: Así creé mi estética.
Pudo más, a la precipitada partida realista, el estado silencioso y esencial de un jardín o un ocaso. Nada intuía tanto como el temple y profundidad del alma y de ahí, de esa intuición védica, se fue puliendo mi disciplina estética. Salí a flote de ese antro de víboras y leones que rodean el mundo de la cultura y del antiguo dolor de no ser entre nadie, nació mi gloria: Como un pájaro en su rama, verde y cantor… Supe que estando solo mi palabra y mi voz resultarían más puros. -Y si alguien me escuchaba yo no lo sabía-. (Así se hizo la primera de mis normas).
II.
Un día me miré en el espejo arcano del tiempo y no encontré imagen alguna que se pareciera a un pastor, o a un Dionisio fuerte y bueno, ceñido a su riñonera un cuerno. No encontré siquiera en ese espejo la imagen de un pintor soñador… Y tuve miedo. Entonces, para aprehender, volví a mi infancia y recordé la Gracia, esa Gracia que va de la mano del niño, que es su carne, su libertad y su juego. Absorbí la luz de la lámpara milagrosa de la vida con el arte y entonces tracé el arco que va del pasado al porvenir, adelantándome así a la Muerte y al Tiempo. Vi que había un dios, lejos de nuestro aprendizaje y nuestra moral, en el instante presente que viene de atrás y va hacia otro presente solo y único: Éxtasis de despojar a la vida de su fugacidad gracias a la eterna quietud y suprema piedad para los seres y las cosas. (Y alcancé mi segunda norma estética: Hacer con humildad, desde el instante, un canto nuevo.)
III.
Aprendí que las palabras moldean un Pueblo, lo liberan, lo ciñen o lo someten a su eterna Luz de pensamiento y símbolo. El Verbo se hace carne y, o asesina o da la vida. El principio fue el verbo: Kotodama: La energía de la palabra que en los primeros hombres fue pensamiento de Dios.
En el albor del mundo estaba el pastor. Desde los surcos de su arado voló la palabra igual que nacen patatas desde la piel de la tierra. Y surge el mito y el logos; nacen los dioses y los monstruos… Las palabras moldean al hombre, no el hombre a las palabras. Porque “los idiomas nos hacen y nosotros los deshacemos” –dijo alguno. Entonces quise, con eso, con las palabras, hacer un canto parecido a la realidad y parecido al arte, mezcla de Dios y de tierra: Desde el albor hasta el anochecer exacto. (Así nació mi canción).
IV.
Deduje un día de esencial luz otoñal que la literatura es falsa o es falsamente realista. Que los literatos o escritores de literatura miran las palabras como relicarios y no como pulsos de vida. Las palabras son perennes, estáticas e intentamos hacer con ellas, como un tesoro, la clave de nuestra estética, manejándolas y reconvirtiéndolas en falsos testimonios o guardándolas en el sarcófago de la tradición. (Se ama la tradición en esencia, pero descifrándolo como una llave del Porvenir): “Ser profético es admirar la tradición del Arte griego en la flauta del pastor arcano”.
Cavé entonces la cueva de piedra roja buscando lenguaje. Leí la forma en los ojos del pensamiento de los mejores escritores de nuestra lengua, desde el Romancero, y así moldeé, con paciencia, la forma de mi Estética. La fuerza de un dialecto sincero, popular y creador: Aprendamos a conservar, desde el porvenir, la fuerza de un lenguaje universal. (Esa fue la cuarta norma).
V.
Intelectualicé el arte: Di forma a la realidad: Moldeé el pensamiento. Critiqué el momento y deduje la falsedad. Reivindiqué la esencia y robé el oro creador de perfumes mágicos en el enigma de los versos donde se destila el ritmo y se forja la armadura. Así salió algo humano y algo puro. Sin necesidad de eventos, con paciencia y espera. Limando, día a día, la aspereza de la forma.
VI.
El arte cumple función de fotografía estampada: lucha suya por hacerse tiempo y contra el: Contra el enigma ternario del tiempo: Pasado, presente y futuro. Las grandes y mejores imágenes artísticas moldean o se nos presentan fuera del tiempo, en su misión inmutable: Como han podido ser o perdurar siempre en nuestro recuerdo, en el recuerdo de todas las miradas.
Primero se comienza amando el fabuloso cristal del mundo: Se goza, se idolatra, se desgranan sus horas y su matiz, el tenue color del sol en cada cosa. Las horas, los meses, lo años se hacen por esto obsesivos en su devenir y a causa de su ferviente abrazo... Hay que buscar entonces la identidad, la razón, el trono del tiempo, divino triangulo y amar así más: A todas las razas y a todas las vidas, a toda la historia desde su tiempo más remoto. ¡Encontrar la norma estética en el sendero de la vida! ¡Conocer por fin la quietud! Purificar las intuiciones de lo efímero y gozar del mundo con los ojos: La flecha pasa de largo, pero no el ojo del arquero... Limé las intuiciones con la necesidad de descubrir, en las formas, su razón de ser eterna y en las vidas su enigma de conciencia: Como en el bosque parado de invierno. Visión interior de mi alma, porque todo saber es un recuerdo, un abrazo del pasado que enlaza, en el arte presente, el porvenir:
¡Fondo de estrellas de un mes de enero!, te busqué la quietud de tu carne de cielo... Mientras cantaba en romance la vieja sus cuentos, en la cocina alumbrada por un fuego, igual que Homero sus hexámetros junto al busto de una estatua de mármol de un dios que con ojos de piedra cincelada divisa el rumbo de las naciones que sucumben todas.
Juan Hedo, noviembre de 2009
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