(La hora de los prodigios o subidas y bajadas del agua)
Es un momento único: Nadie pasa por la calle, porque se cree perseguido. Es un momento único: El cielo tiene un tono azul oscuro, entre el que sobrevuela -chillando- un pájaro madrugador. Es un momento único: El silencio es santo y el aire corta -aunque es verano- como un cuchillo expectante, hoja de la plata más afilada. Es un momento único: El pastor prepara los útiles para salir a navegar por la llanura y recorrer los kilómetros que hacen falta para llegar a la falda verde de la umbrosa montaña. Despunta el amanecer. Es un momento único: El horizonte comienza a emerger su color rosa turquesa, que luego se abre en un tejido de azul completo y luminoso, como un extenso mar parado… Es un momento único: Es el amanecer, la hora de los prodigios.
Zacarías tiene que prepararse. Es necesario salir ahora porque el sol irá calentando, paulatinamente, la temperatura aún tibia y entonces el camino se hace pesado. Bajará desde el cerro, cruzará por el puente el río y subirá hacia el barrio alto para enfilar después la cañada que llega a la falda de la sierra: Desde allí preparará la subida a la gran montaña donde permanecerá cerca de dos meses, con sus ovejas. Es un viaje definitivo.
*
Aparece el sol por el oriente. Va cubriendo detalles del pueblo: Aceras, fachadas, placitas, banco y gallos negros de veletas de torres… Se levanta el sol y Zacarías comienza a descender, algo dormido, hacia el pueblo.
¿Todas las mañanas son iguales? Esta no. Al pasar sobre el puente, Zacarías observa el agua del río, cómo se arremolina en forma de cascada, subiendo desde la superficie hacia lo alto para convertirse, al instante, en una nube de vapor: Desaparecer por encima de las cosas y los seres y esparcirse en pedazos de otras nubecitas: Unas casi trasparentes y otras matizadas... Zacarías ignora el fenómeno. La corriente del río no baja con tanta fuerza como para producir efectos tan contundentes de evaporación. Además, el sol está bajo aún y no hace calor… (Leonardo da Vinci cuenta en su Cuaderno de notas, que debido al calor, el agua se evapora y sube en forma de nube condensada hacia el cielo para después volver a caer en forma de lluvia). ¿Quizás, es eso...? ¿Es posible que el agua -por sí sola- tenga fuerza para producir una nube de vapor que se deshaga luego en trocitos pequeños -como de papel-; o como flores de loto de un Buda iluminado?... (Mientras piensa esto, sus dos perros se han puesto a ladrar, furiosamente.)
*
Ha acabado de salir el sol por el Oriente y el pueblo está engalanado con una tímida y amarillenta luz. Zacarías observa esa extensión de cielo desde la barandilla del puente, apoyado, ágilmente, sobre su cayado de fresno. Continúa el camino…
Nada más volver a retomarlo, ¡oh!, hora de los prodigios: Un haz de luz ha iluminado un árbol que al instante desaparece disuelto en una nube de polvo de color. Nube que baja, sube y hace espirales: Parece aquello una cascada suave -la que antes ha visto sobre el río-.
Ladran más los perros y Zacarías -asustado o por instinto- corre agachado hacia el portal de una casa semiderruida. Se sienta, encoge el cuerpo y se acurruca junto a su costado, comprensivamente.
Las excusas mentales que se da para convencerse del fenómeno son de lo más variado: Que lo sucedido se entiende por efectos del vapor o presión del agua; que lo sucedido se debe a la gran cantidad de radiación que lleva esta agua -ya que rodea una central eléctrica instalada en una parte de la ribera-; o que lo sucedido se debe a visiones sufridas por el vino que ha bebido durante la cena de la noche anterior… Pero no, es ¡la hora de los prodigios!, sin duda. Su abuelo le había contado, tiempo atrás, cómo el amanecer es un entretiempo de ensoñaciones permanentes que produce visiones mágicas, si se recorre en soledad todos los días. Temblando abre los ojos, levanta la mirada y se asoma al zaguán de la casa que le refugia. Ahora puede ver con más claridad lo siguiente:
*
En fogonazos, ha ocurrido lo mismo con un cartel de publicidad que campeaba sobre la explanada, prepotente: Cuanto le ha alcanzado un rayo de luz, se ha desquebrajado en pedazos de hojalata. Zacarías está tranquilo. (Sabe que es el único hombre de la tierra que tiene el privilegio de asistir al espectáculo de ese sol que alumbra las cosas y las hace desaparecer). ¡Oh!, es la hora de los prodigios. En toda la extensa explanada no quedan casas, ni avenidas, ni farolas: Nada de nada. Todo es una alfombra multicolor sobre una tierra llana: Aún alguna nube condensada en lo alto, deja caer sus últimas gotas policromadas -mientras es atravesada por el rayo de luz de un sol que comienza a arder, seguro de sí-.
Zacarías tiene los ojos enrojecidos por el delirio o el miedo, pero está sereno como buen pastor. Ningún obstáculo le impide ahora llevar a su ganado, recto y seguro, hasta la falda de la montaña. Todo ha sido acostumbrarse a la hora de los prodigios. Leyenda hoy, entorno a él -que no es nadie-, hecha realidad.
*
Cerca de la cañada el sol gobierna del todo lo alto del cielo -como en un largo atardecer siberiano- y las nubes de polvo -que han ido, paulatinamente, deshaciéndose en el cielo azul- aún dejan caer sus últimas gotas de color. Como no hay muros, ni antenas, ni vallas, ni alambres telegráficos los pájaros vuelan alto o vuelan bajo; en un espacio despejado que les hace aún más libres -como a Zacarías- que camina, con sonrisa maliciosa o triunfante (libre también), hacia la falda de la umbrosa montaña.
FIN
Es un momento único: Nadie pasa por la calle, porque se cree perseguido. Es un momento único: El cielo tiene un tono azul oscuro, entre el que sobrevuela -chillando- un pájaro madrugador. Es un momento único: El silencio es santo y el aire corta -aunque es verano- como un cuchillo expectante, hoja de la plata más afilada. Es un momento único: El pastor prepara los útiles para salir a navegar por la llanura y recorrer los kilómetros que hacen falta para llegar a la falda verde de la umbrosa montaña. Despunta el amanecer. Es un momento único: El horizonte comienza a emerger su color rosa turquesa, que luego se abre en un tejido de azul completo y luminoso, como un extenso mar parado… Es un momento único: Es el amanecer, la hora de los prodigios.
Zacarías tiene que prepararse. Es necesario salir ahora porque el sol irá calentando, paulatinamente, la temperatura aún tibia y entonces el camino se hace pesado. Bajará desde el cerro, cruzará por el puente el río y subirá hacia el barrio alto para enfilar después la cañada que llega a la falda de la sierra: Desde allí preparará la subida a la gran montaña donde permanecerá cerca de dos meses, con sus ovejas. Es un viaje definitivo.
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Aparece el sol por el oriente. Va cubriendo detalles del pueblo: Aceras, fachadas, placitas, banco y gallos negros de veletas de torres… Se levanta el sol y Zacarías comienza a descender, algo dormido, hacia el pueblo.
¿Todas las mañanas son iguales? Esta no. Al pasar sobre el puente, Zacarías observa el agua del río, cómo se arremolina en forma de cascada, subiendo desde la superficie hacia lo alto para convertirse, al instante, en una nube de vapor: Desaparecer por encima de las cosas y los seres y esparcirse en pedazos de otras nubecitas: Unas casi trasparentes y otras matizadas... Zacarías ignora el fenómeno. La corriente del río no baja con tanta fuerza como para producir efectos tan contundentes de evaporación. Además, el sol está bajo aún y no hace calor… (Leonardo da Vinci cuenta en su Cuaderno de notas, que debido al calor, el agua se evapora y sube en forma de nube condensada hacia el cielo para después volver a caer en forma de lluvia). ¿Quizás, es eso...? ¿Es posible que el agua -por sí sola- tenga fuerza para producir una nube de vapor que se deshaga luego en trocitos pequeños -como de papel-; o como flores de loto de un Buda iluminado?... (Mientras piensa esto, sus dos perros se han puesto a ladrar, furiosamente.)
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Ha acabado de salir el sol por el Oriente y el pueblo está engalanado con una tímida y amarillenta luz. Zacarías observa esa extensión de cielo desde la barandilla del puente, apoyado, ágilmente, sobre su cayado de fresno. Continúa el camino…
Nada más volver a retomarlo, ¡oh!, hora de los prodigios: Un haz de luz ha iluminado un árbol que al instante desaparece disuelto en una nube de polvo de color. Nube que baja, sube y hace espirales: Parece aquello una cascada suave -la que antes ha visto sobre el río-.
Ladran más los perros y Zacarías -asustado o por instinto- corre agachado hacia el portal de una casa semiderruida. Se sienta, encoge el cuerpo y se acurruca junto a su costado, comprensivamente.
Las excusas mentales que se da para convencerse del fenómeno son de lo más variado: Que lo sucedido se entiende por efectos del vapor o presión del agua; que lo sucedido se debe a la gran cantidad de radiación que lleva esta agua -ya que rodea una central eléctrica instalada en una parte de la ribera-; o que lo sucedido se debe a visiones sufridas por el vino que ha bebido durante la cena de la noche anterior… Pero no, es ¡la hora de los prodigios!, sin duda. Su abuelo le había contado, tiempo atrás, cómo el amanecer es un entretiempo de ensoñaciones permanentes que produce visiones mágicas, si se recorre en soledad todos los días. Temblando abre los ojos, levanta la mirada y se asoma al zaguán de la casa que le refugia. Ahora puede ver con más claridad lo siguiente:
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En fogonazos, ha ocurrido lo mismo con un cartel de publicidad que campeaba sobre la explanada, prepotente: Cuanto le ha alcanzado un rayo de luz, se ha desquebrajado en pedazos de hojalata. Zacarías está tranquilo. (Sabe que es el único hombre de la tierra que tiene el privilegio de asistir al espectáculo de ese sol que alumbra las cosas y las hace desaparecer). ¡Oh!, es la hora de los prodigios. En toda la extensa explanada no quedan casas, ni avenidas, ni farolas: Nada de nada. Todo es una alfombra multicolor sobre una tierra llana: Aún alguna nube condensada en lo alto, deja caer sus últimas gotas policromadas -mientras es atravesada por el rayo de luz de un sol que comienza a arder, seguro de sí-.
Zacarías tiene los ojos enrojecidos por el delirio o el miedo, pero está sereno como buen pastor. Ningún obstáculo le impide ahora llevar a su ganado, recto y seguro, hasta la falda de la montaña. Todo ha sido acostumbrarse a la hora de los prodigios. Leyenda hoy, entorno a él -que no es nadie-, hecha realidad.
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Cerca de la cañada el sol gobierna del todo lo alto del cielo -como en un largo atardecer siberiano- y las nubes de polvo -que han ido, paulatinamente, deshaciéndose en el cielo azul- aún dejan caer sus últimas gotas de color. Como no hay muros, ni antenas, ni vallas, ni alambres telegráficos los pájaros vuelan alto o vuelan bajo; en un espacio despejado que les hace aún más libres -como a Zacarías- que camina, con sonrisa maliciosa o triunfante (libre también), hacia la falda de la umbrosa montaña.
FIN